La ruleta
La noche de Año Nuevo de 2106 la pasé sobre la Avenida Paulista con mi compa Oscartinho. La de 2017 en la Isla Pequeña del Maíz con desconocidos, solitarios compañeros de ese breve viaje, seguramente, con quienes bebí bien, comí langosta y vi desde la orilla de la playa los fuegos artificiales lanzados al otro lado del estrecho caribeño, desde la Isla Grande del Maíz. En 2018 lo pasé por mi cuenta en Zacatecas, ciudad que llevaba muchos años sin visitar y que es realmente linda, una mezcla entre Guanajuato, por lo intrincadas de sus calles y su pasado minero, y Morelia, por la cantera rosada de muchos de sus edificios. En 2019 fue en la hermosa ciudad de Antigua, otro lugar que llevaba una década sin visitar, con mi querida y vieja amiga Dalila. Estuvimos bebiendo y celebrando en una vieja y lujosa hacienda concurrida por lo que los españoles llamarían “gente pija”, viendo los fuegos artificiales al pie del Arco de Santa Catalina durante el conteo regresivo definitivo y comiendo antojitos guatemaltecos en la calle, todo lo anterior no recuerdo en qué preciso orden. Este 2020, año de la peste, lo pasé solo, recluido con un par de cervezas y un platito de camarones auspiciado por la generosa empresa para la que trabajo.
No volví a casa, que está a hora cuarenta de distancia, a
convivir con mis familiares, ni me reuní con compañeros de trabajo que viven a
dos cuadras. Si he de enfermar que sea de necesidad, por estar trabajando, y no
por necedad. Convertirme en vector de contagio en detrimento de mis seres
queridos es algo que ni me planteo. No es miedo, sino respeto a la pandemia y a
su lotería. Me explico: la mayoría de la gente da por sentada su salud, su
bienestar, su inquebrantable integridad física, hasta que un mal día un estudio
de laboratorio devela la fragilidad de la vida. Me pasó hace unos años cuando
me gané la lotería de la artritis, cuya revancha-revanchita quiso serme leve y
me ha dejado llevar una vida normal, estando ahí presente, intermitentemente,
adormilada por quién sabe cuánto tiempo más, haciendo crujir una que otra
articulación desde que me levanto hasta que me acuesto y como una leve molestia
permanente que trato más bien con la indiferencia que merece lo que
irremediablemente hay.
La estadística avisa que por mi edad las posibilidades de
enfermar gravemente de coronavirus son mínimas, pero para qué jugar a la ruleta
rusa por una noche que es como cualquier otra, una fecha cuya importancia
depende de cada quien, como en los hechos ocurre con la navidad, los cumpleaños
y los aniversarios. Definitivamente, está en cada quien asumir sus riesgos y
decidir bajo qué circunstancias tirarse a girar sobre la ruleta en tiempos de
la covid-19.
En una analogía similar, en mi dulce período de profesor
universitario otro colega más entrado en años me recomendó que si iba a
arriesgar mi carrera como docente por salir con alguna estudiante, debía
asegurarme de que ella estuviera lo suficientemente buena o que valiera
realmente la pena como para perderlo todo, quemarme profesionalmente, etcétera.
Hay riesgos que valen la pena ser corridos, como en todo. El asunto es que seguí
a rajatabla su consejo y bueno, desde hace muchos años que no doy clases (mal
chiste). Una lotería favorable aquella, si acaso, aunque no todas lo sean, no
todas lo hayan sido, por desgracia.
No mames, ahorita que quise revivir mi blog vi que sigues escribiendo prolíficamente. Y la primera entrada que leo es de una hace un año. Cuando la vida era gris y muy pinche. Aunque lo sigue siendo un poco todavía. Y en la que salgo yo de manitas contigo. Que buenos recuerdos.
ResponderEliminarPor acá tenemos la costumbre de celebrar ciclos muy a la medida del lugar donde vivimos y casi nunca alineados con el año nuevo. Carnaval, thanksgiving, el primer día de calor...
Algún día instauraremos nuestra propia fecha.
Abrazos.