Atención plena

Cuando estaba en mis 20s bastaba con salir un poco de lo rutinario, ir a algún lugar boscoso cerca de Morelia o quizás a alguno muy lejano, en un país extraño de ultramar, para sentir una renovada pulsión por descubrirlo y verlo todo. Como un niño de unos pocos años, explorar el inabarcable mundo con curiosidad era lo que nutría mi espíritu de buenos momentos. Tristemente, durante alguna parte de mis 30s me empezó a parecer que cualquier paisaje nuevo ya no lo era tanto. Y no es que súbitamente hubiera dejado de apreciar la belleza o de disfrutar de un buen viaje, sino que simplemente mi capacidad de asombro había estado yendo poco a poco a menos. Quizás el haber visto tanto y tan variado a lo largo de los años me había ido desconectando lentamente de aquello que antes me maravillaba. Me estaba ocurriendo algo similar a lo que pasa cuando visitamos un museo antropológico por largo tiempo: toda pieza arqueológica comienza a parecer la misma después de una o más horas de recorrer interminables galerías.

Por fortuna, desde hace poco más de un año he estado reaprendiendo a conectar nuevamente con la belleza de mi entorno: ya no únicamente ante lugares nuevos y extraordinarios, como me sucedía a los pies de alguna catedral gótica o de un paisaje de riscos azotados por un oleaje brutal, sino ante la sutil belleza de la hoja de un árbol en la que se aprecia desde sus bordes la llegada del otoño y desde su interior la nostalgia por la primavera. Estoy aprendiendo a encontrar, al menos durante algunos instantes de cada día, belleza en un aburrido muro de concreto o en el ir y venir de la gente. Basta sólo con prestar atención a aquello que mis sentidos captan en cualquier momento posible (el sonido de los autos presurosos sobre el asfalto, la sensación discontinua de calor o de frío en cualquier parte de mi cuerpo, las formas y colores que aparecen continuamente ante mis ojos, la intermitencia de mis emociones y la aparición casi ininterrumpida de pensamientos de los que es mejor, en muchas ocasiones, ser meramente testigo), para descubrir a través de mis sentidos la evidencia inequívoca de que estoy vivo, despierto y consciente, y de que soy el espacio, como lo es cualquier otro ser vivo, desde el que se puede percibir el universo. 

Apreciar la profundidad de este fenómeno como una verdad ineludible e inmediata debería ser motivo suficiente para agradecer en todo momento el milagro de estar vivos.



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