Vivir en una mansión (o en tres)

 


Durante prácticamente un año entero estuve viviendo en tres mansiones distintas de Palos Verdes Estates, una de las ciudades más prósperas del Condado de Los Ángeles. En ocasiones compartí esas mansiones con algunos pacientes chinos y con la cocinera en turno, pero también hubo meses en los que viví ahí solo, en espacios que recordaban un suntuoso palacio persa. Las vistas hacia la bahía o directamente al mar, al despuntar el alba o con los últimos rayos del sol perdiéndose bajo el horizonte marino, eran simplemente espectaculares, sobre todo si los apreciaba desde alguna terraza o tumbado sobre un camastro con una cerveza o una botellita de sake en la mano.

Fueron muchas las mañanas que disfruté nadando en pelotas en las piscinas y muchas las horas que pasé leyendo o viendo pelis en un gran salón alfombrado, decorado con elegantes muebles de madera y un enorme ventanal con vista al verdor de un enorme árbol cuyas hojas danzaban al viento.

Desde luego, todo este lujo se agradece y se valora, pero jamás lo hubiese disfrutado del mismo modo si yo hubiese sido el propietario: lo que hacía que lo valorara era que nada me pertenecía, es decir, la conciencia de que lo tenía a préstamo y por un tiempo, y de que la vida era más que eso.

Al vivir en esos sitios entendí que un inmueble es una prisión con paredes, bardas y vallas que lo delimitan, por más grandes o cómodos que sean sus espacios. Muchas de estas cosas que parecerían de ensueño se convierten en algo totalmente innecesario y anodino cuando finalmente se obtienen, ya porque empezamos a comprender sus verdaderos límites, tanto a nivel espacial como a nivel experiencial, ya porque suele asomar la certeza de que se pudo haber hecho algo mejor por el mismo dinero o de que el costo por haberlo obtenido ha sido desproporcionado.

A fin de cuentas, para el propietario, esa piscina va a ser exactamente la misma piscina hasta el fin de los tiempos, es decir, un espacio estrechamente delimitado y que con el paso de las semanas muy probablemente deje de ser interesante, se vuelva poco visitado y, en ocasiones, incluso repudiado por los dolores de cabeza que suelen acarrear su mantenimiento, limpieza y reparaciones.

Algunas lecciones aprendidas: se puede ser feliz con menos y el ser humano suele aburrirse con facilidad. Lo bello y lo sorprendente suele estar en nuestro entorno inmediato (independientemente del lugar en el que nos encontremos) si aprendemos a mirar con atención. Las cosas materiales que nos facilitan o que aparentemente nos alegran la existencia se disfrutan más a la luz de lo que son: algo pasajero, imperfecto y acotado bajo los propios límites de su naturaleza. La obtención de aquello que idealizamos suele conllevar algunos costos ocultos: el esfuerzo por obtenerlo, los problemas derivados de mantenerlo y la frustración de ir descubriendo que el objeto en sí no va a ser la fuente de nuestra felicidad.

Baste decir que, si tuviese la posibilidad de comprar alguna de estas mansiones y de colocarla en la ciudad me diera la gana, escogería gastarme el dinero de otro modo.

Comentarios

  1. Excelente reflexión... Chano, el consentido de Dios.

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    1. Jajaja, gracias bro... hay que recordar que Dios está a tu lado hasta que decide no estarlo jeje, pero mientras eso sucede, a gozar!!!

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