Bocas del tiempo (fragmentos)

 El abuelo

Los geólogos andaban persiguiendo los restos de una pequeña mina de cobre que se había llamado la Cortadera, que había sido y ya no era y que no figuraba en ningún mapa.

En el pueblo de Cerrillos alguien les dijo:

- Eso, nadie sabe. El viejo Honorio, quién sabe si sabe.

Don Honorio, vencido por el vino y los achaques, recibió a los geólogos echado en el catre. Les costó convencerlo. Al cabo de algunas botellas y de muchos cigarrillos, que sí, que no, que ya veremos, el viejo aceptó acompañarlos al día siguiente.

Agobiado, a tropezones, emprendió la marcha.

Al principio, andaba a la cola de todos. No aceptaba ayuda, y había que esperarlo. A duras penas consiguió llegar hasta el cauce seco del río.

Después, poquito a poco, pudo afirmar el paso. A lo largo de la quebrada y a través de los pedregales, el cuerpo doblado se fue enderezando.

- ¡Por ahí! ¡Por ahí! -señalaba el rumbo, y se le alborotaba la voz cuando reconocía sus lugares perdidos.

Al cabo de un día entero de caminata, don Honorio, que había empezado mudo, era el más conversador. Iba subiendo lomas y remontando años: cuando bajaron al valle, él marchaba por delante de los jóvenes exhaustos.

Durmió de cara a las estrellas. Fue el primero en despertarse. Estaba apurado por llegar a la mina, y no se desvió ni se distrajo.

- Ese es el trillo de la excavadora- señaló. Y sin menor vacilación, ubicó las bocas de los socavones y los lugares donde habían estado las mejores vetas, los fierros muertos que habían sido máquinas, las ruinas que habían sido casas, los secarrales que habían sido vertientes de agua. Ante cada sitio, ante cada cosa, don Honorio contaba una historia, y cada historia estaba llena de gente y de risa.

Cuando llegaron de regreso al pueblo, él ya era bastante menor que sus nietos.


El nombre

El pueblo de Cerro Chato nunca tuvo ningún cerro, ni chato ni puntiagudo. Pero Javier Zeballos recuerda que Cerro Chato sí tenía, en tiempos de su infancia, tres comisarios, tres jueces y tres doctores.

Uno de los doctores, que vivía en el centro, era la brújula de los mandados. La mamá de Javier lo orientaba así:

- De la casa del Doctor Galarza, vas dos cuadras para abajo.

- Esto queda en la esquina del Doctor Galarza.

-Andá a la farmacia que está a la vuelta del Doctor Galarza.

Y allá marchaba Javier. A cualquier hora que pasara por allí, con sol o con luna, el Doctor Galarza estaba siempre sentado en el zaguán de su casa, mate en mano, dando cumplida respuesta a los saludos del vecindario, buenos días, Doctor; buenas tardes, Doctor; buenas noches, Doctor.

Ya Javier era hombre crecido, cuando se le ocurrió preguntar por qué el Doctor Galarza no tenía consultorio médico ni estudio jurídico. Y entonces se enteró. Doctor no era: se llamaba. Así había sido anotado en el Registro Civil: Doctor de nombre, Galarza de apellido.

El papá quería un hijo con diploma, y aquel bebé no le pareció digno de confianza.


El nacimiento

El hospital público, ubicado en el barrio más copetudo de Rio de Janeiro, atendía a mil pacientes por día. Eran, casi todos, pobres o pobrísimos. 

Un médico de guardia contó a Juan Bedoian:

- La semana pasada, tuve que elegir entre dos nenas recién nacidas. Aquí hay un solo respirador artificial. Ellas llegaron al mismo tiempo, casi moribundas, y yo tuve que decidir cuál iba a vivir.

Yo no soy quién, pensó el médico: que decida Dios.

Pero Dios no dijo nada.

Eligiera a quien eligiera, el médico iba a cometer un crímen. Si no hacía nada, cometía dos.

No había tiempo para la duda. Las nenas estaban en las últimas, ya yéndose de este mundo.

El médico cerró los ojos. Una fue condenada a morir, y la otra fue condenada a vivir.


El parto

Al amanecer, doña Tota llegó a un hospital del barrio de Lanús. Ella traía un niño en la barriga. En el umbral, encontró una estrella, en forma de prendedor, tirada en el piso.

La estrella brillaba de un lado, y del otro no. Esto ocurre a las estrellas, cada vez que caen en la tierra, y en la tierra se revuelcan: de un lado son de plata, y fulguran conjurando las noches del mundo; y del otro son de lata nomás.

Esa estrella de plata y de lata, apretada en el puño, acompañó a doña Tota en el parto.

El recién nacido fue llamado Diego Armando Maradona.


El castigo

Reina y señora fue la ciudad de Cartago, en las costas del África. sus guerreros llegaron a las puertas de Roma, la rival, la enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de sus caballos y sus elefantes.

Unos años después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas sus armas y sus naves de guerra, y aceptó la humillación del vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó Cartago, inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó a los cartagineses abandonaran la mar y se marcharan a vivir tierra adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse: eso sí que no, eso sí que nunca. Y Roma maldijo a Cartago, y la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.

Cercada por tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba agujero por raspar en los los graneros, y habían sido devorados hasta los monos sagrados de los templos: olvidada por los dioses, habitada por los espectros, Cartago cayó. Seis días y seis noches duró el incendio. Después, los legionarios romanos barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra con sal, para que nunca más creciera allí nadie. 

La ciudad de Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella Cartago. Y es nieta de Cartago la ciudad de Cartagena de Indias, que muchos después nació en las costas de América. Una noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su secreto: me dijo que si alguna vez la obligaran a irse lejos del mar, también elegiría morir, como murió la abuela.


Parientes

En 1992, mientas se celebraban los cinco siglos de algo así como la liberación de las Américas, un sacerdote católico llegó a una comunidad metida en las hondonadas del sureste mexicano.

Antes de la misa, fue la confesión. En lengua tojolobal, los indios contaron sus pecados. Carlos Lenkersdorf hizo lo que pudo traduciendo las confesiones, una tras otra, aunque él bien sabía que es imposible traducir esos misterios:

- Dice que ha abandonado el maíz -tradujo Carlos- Dice que muy triste está la milpa. Muchos días sin ir.

- Dice que ha maltratado al fuego. Ha aporreado la lumbre, porque no ardía bien.

- Dice que ha profanado el sendero, que lo anduvo macheteando sin razón.

- Dice que ha lastimado al buey.

- Dice que ha volteado un árbol y no le ha dicho por qué.

El sacerdote no supo qué hacer con esos pecados, que no figuraban en el catálogo de Moisés.


Huellas

Una pareja venía caminando por la sabana, en el oriente del África, mientras nacía la estación de las lluvias. Aquella mujer y aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya andaban erguidos y no tenían rabo.

Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.

Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.

Algunos años han pasado. La duda sigue.


Eduardo Galeano.

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