Un semestre por Hangzhou

Aquel fue un mal semestre para los tres: De entrada su servilleta, que me pasé 8 noches en un hospital chino con ataques de pánico (salí de ahí pesando 67 kilos, hoy peso 82); luego fue César, que en una mala gambeta pambolera se fracturó el brazo y no tuvo más remedio que dejarse medrar una singular barriga debajo del brazo enyesado y; finalmente, el salado de Litos, a quien terminamos por echar chascarrillo cada vez que sonaba algún celular porque no hubo chica que le contestara sus llamadas y mensajes en todo el semestre.

Actividades que se hicieron hábitos, como el de comer doritos y beber cheve hasta el hartazgo cada miércoles, nos unieron mucho. Eso, y las concurridas pedas de las que fuimos anfitriones, las manías de viejo de Litos, los banquetes cortesía de la chinita Teresa y la maldición de que “ellas”, las féminas, estuvieron siempre ausentes y sin darnos bola por meses.

Luego pasó que el azar me llevó a conocer a una italiana de buena pinta, que nos pasamos una velada de copas y risas en un bar y que esa soledad, que también la aquejaba tras más de un mes en una ciudad nueva, me obligó a invitarla a venirse por casa, so pretexto de conocer a mis afables flatmates y de echarnos un trago más.

Tras las presentaciones de rigor, Litos tuvo el buen tino de retirarse a su habitación. César, en cambio, decidió que era buena idea charlar un poco y se aplastó soberanamente sobre el sofá de la sala. Pasados 15 minutos de interrogar a mi prospecta, me empezó a entrar la angustia y la mala leche, pero el bueno de mi amigo como quien oye llover, pese a los sutiles codazos y guiños. Pasada más de una hora y uno que otro bostezo, ella decidió que era tarde ya y se marchó sin más.

Desde luego, los reclamos no se hicieron esperar a la mañana siguiente: “Cabronazo, primera vez que entra una señorita por esa puerta en todo el semestre y tú te poner a preguntarle hasta por el perico”, “no traes a una chica a casa a la una de la mañana para sentarla a platicar en la sala por hora y media”, “debías haberte metido a tu cuarto como hizo el bueno de Litos” y así, un largo etcétera.

Como éramos y seguimos siendo grandes compas los tres, lo que comenzó con airados reclamos, terminó en carcajadas ante lo ruinosa de nuestra situación.

Pasaron los días y volví a salir con ella. Lo mismo: una salida a cenar y tomar algo, y de vuelta a casa de la manita. Qué feliz me hizo ver la silueta de César perderse, de una vez y para siempre, tras la puerta de su habitación apenas entramos a casa.

De ese par de semanas con C recuerdo un humeante restaurante sichuanés, un paseo nocturno por la rivera arbolada del West Lake, besos furtivos en la parte trasera de un taxi, la luz de la ciudad reverberando sobre su piel al filtrarse tenue por la ventana de mi habitación de estudiante…

Pasados los días que el destino impuso, me mudé a Beijing, y no ha habido forma de volverla a ver. Tras casi 5 años pensar en esa posibilidad no tiene ya ningún sentido.

Sobre los otros dos, poco nos hemos visto desde entonces, pero siempre los llevo conmigo.

 

Postdata: Este breve texto lo escribí en 2013 y ahora lo recupero. Los hechos ocurrieron en Hangzhou, China, a finales de 2008. Tenía 24 años entonces. De la italiana no volví a saber nada (o casi nada). A César, regiomontano, lo he visto en varias ocasiones, la última en Monterrey el año pasado. A Litos, que es catalán, lo frecuenté en Beijing en 2013 durante mi segunda estadía en China. En 2022 nos encontramos por casualidad en el AICM y en 2023 me visitó en Morelia. Ya no peso 67 kg, ni 82 kg, sino unos muy sólidos 93-94 kilos de puro aguayón.



Vista desde mi habitación en Hangzhou

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