La invasión a Ucrania no es un asunto menor.

En 2003 visité el pequeño país de Eslovaquia, que tenía una decena de años de haberse separado de su hermano mayor la República Checa y una docena de años de haberse independizado conjuntamente de la URSS. Estaba también en la antesala de su ingreso a la Unión Europea y viviendo el augurio de un futuro mejor como miembro en pleno derecho de un club de países ricos. La Eslovaquia de 2003 era muy distinta a la que encontré al volver a visitar ese país, en 2018, cuando lo que encontré fue una Bratislava modernizada, próspera, de altos edificios sobre cuyos cristales se reflejaba un impoluto cielo azul en su zona financiera y cuyos tranvías sabían ya llegar a tiempo.

Ese año también estuve en los países bálticos, a saber, Letonia, Lituania y Estonia, y en Finlandia. Viajé después desde Helsinki a Rusia por tierra, ante la sorpresa de mis amigos fineses que, estando a unas horas de una ciudad tan espectacular como San Petersburgo, sentían una profunda animadversión por Rusia, por el pueblo ruso, y por todo lo que representaba, y que desde luego nunca habían hecho ese viaje de 4 horas en autobús a un país al que aún consideraban un enemigo histórico (y cómo no).

Por mi cuenta, Rusia es un país que siempre quise visitar y por el que siempre he sentido una profunda admiración, por Tolstoi y Dostoievski, por su larga historia imperial como tercera heredera del Imperio Romano tras la caída de Constantinopla (en tiempos, dicho sea de paso, en que el imperialismo era la norma y ni la humanidad ni nuestro México se entienden sin ese pasado imperial), por su amplísima contribución a la cultura y las artes y por haber cavado la fosa y colocado el ataúd del Tercer Reich para que Occidente llegara únicamente a clavar el féretro nazi.

Pocas veces me he sentido tan feliz en la vida como durante esas dos semanas que pasé por Rusia, un país de gente excepcionalmente hospitalaria; un país cuyas capitales, la zarista y la actual, me dejaron atónito por su belleza, y de la que, por aquella breve experiencia, sólo puedo tener palabras de elogio y admiración. Un país también por cuyo gobierno, en estos días, siento el más profundo desprecio, porque sigo sin explicarme que en pleno siglo XXI un país haga la guerra a otro como si siguiéramos en el siglo pasado o en la antesala de las guerras napoleónicas; como si la gente de todos los países antes mencionados, incluida Rusia, no deseara exactamente lo mismo: paz, prosperidad, una casa propia en la que ver crecer a los hijos, vacaciones en la playa y un lugar seguro en el que vivir, envejecer y soñar, pero sobre todo no dejar de soñar porque el futuro no podría jamás desmoronarse bajo un cielo nocturno iluminado por explosiones y bombardeos.

Pero bueno, una cosa es lo que el grueso de la población desea en cada uno de estos países y en cualquier otro, y otra lo que sus dirigentes añoran. Una cosa es el presente, que creía superados los traumas de la modernidad y que luchaba en años recientes, entre otras cosas y de manera inocente, por los derechos de las minorías, y otra el pesadísimo lastre de la historia que ha traído de vuelta la guerra entre grandes naciones y el imperialismo de verdad, no el que busca ganar terreno en la arena comercial y económica, sino el que anexiona territorios y subyuga pueblos con identidades nacionales distintas.

Sinceramente, no entiendo del todo a quienes defienden la invasión del ejército ruso sobre Ucrania arguyendo que los países imperialistas son los de la OTAN, en general países libres en los que el ciudadano común goza de libertades individuales inimaginables en países autoritarios como Rusia, al tiempo que Rusia no ha sido otra cosa que un imperio en constante expansión hacia todas direcciones desde tiempos de Iván el Terrible, es decir, que cuenta con una tradición imperialista prácticamente ininterrumpida de unos 500 años. Quizás lo habíamos olvidado, porque estas últimas décadas han sido las más pacíficas y prósperas en la historia de la humanidad, pero hasta 1991 Rusia fue justamente eso, un imperio en todo orden, y el breve período transcurrido entre ese año en el que se desintegró la URSS y la vuelta al escenario internacional de una Rusia militarmente fuerte bajo Putin, con intervenciones militares en los últimos 15 años en Georgia, Libia, Siria y ahora en Ucrania, no puede más que considerarse un accidente histórico. Lo natural es lo que está ocurriendo ahora, que Rusia vuelva al expansionismo y a doblegar a sus vecinos en busca de su propia seguridad y de la recuperación de las glorias pasadas, las del imperialismo zarista y soviético, que dominaron por siglos media Eurasia.

Al parecer Ucrania está pagando el alto precio de sus propias ilusiones, porque seamos honestos, qué puede añorar un pueblo que viene de un pasado de hambruna y miseria (nada más en los años 30’s del s. XX murieron de hambre más de 3 millones de ucranianos por culpa de las políticas de Stalin), que fueron por siglos vasallos de los zares rusos y por décadas satélites soviéticos, cuando ve que sus vecinos en Eslovaquia, República Checa, Polonia y los países Bálticos, prosperan y se enriquecen bajo el cobijo de la Unión Europea, protegidos como nunca antes de cualquier agresión del exterior tras haber ingresado en la OTAN. Luego ese mismo pueblo ucraniano voltea la mirada al este de sus fronteras y se encuentra con un país monstruoso que ha sido la causa eterna de todas sus desgracias y que no ha traído jamás, a quienes han caído bajo su esfera o dominio total, la misma prosperidad y riqueza que en cuestión de pocos años lograron quienes pudieron durante ese accidente histórico, en que Rusia estuvo de capa caída, volverse hacia Occidente. Los datos duros están ahí para quien quiera verlos, el PIB per cápita de los países Bálticos, de Polonia y de Eslovaquia es más de cinco veces mayor que el de Ucrania; y es dos veces mayor en todos esos países que en su antigua metrópoli rusa, convertida en estos años en un gigante militar que muestra músculo, pero cuya ciudadanía vive tan mal como en México. Quienes crean que Rusia es un país rico deben desengañarse. Y no es broma, basta salir de sus dos grandes capitales, para encontrarse con un país con serios rezagos económicos y francamente poco desarrollado. Por ahí se ven en desfiles militares espectaculares los tanques y misiles hipersónicos de última generación y por allá, a lo largo y ancho del vastísimo territorio, una multitud de pueblos con tantas carencias económicas que quisieran estar en condiciones similares a las que gozan países pequeñitos como Estonia o Eslovaquia, que antes estuvieron bajo su poder.

La perspectiva rusa y el causus belli actual, por su parte, es la de encontrarse cada vez más cercada por la alianza militar más grande del mundo y por tanto velar por sus intereses y su seguridad nacionales atacando a sus vecinos. En este sentido me pregunto si es válido reprochar a la UE y a la OTAN no haber acercado verdaderamente a Rusia a su modelo económico y político tras la disolución de la URSS y, por el contrario, haber alimentado la paranoia rusa con la expansión de la OTAN hacia sus fronteras. Quizás la situación sería diferente si a Rusia la hubieran aceptado como un socio comercial y un aliado, pero aquí nuevamente entiendo que la historia pesa y el temor de Europa fue que una Rusia próspera y aliada terminara finalmente por convertirla en el país que dictase la agenda de las políticas europeas, un poco como lo hace Alemania hoy en día, pero quizás aún con mucha mayor proyección dado el tamaño de su población, de sus recursos naturales y de su poderío militar. Es necesario recordar la historia de un continente que a lo largo de los últimos siglos siempre trató de contener a quien se estuviera presentando como el país más fuerte, buscando continuamente un “equilibrio de poder” entre los varios estados-nación. En los siglos XVII y XVIII fue Francia la que se esforzó por mantener una Alemania dividida tras la Paz de Westfalia. Tras el Congreso de Viena, la cumbre resultante de la derrota de Napoleón, fueron el resto de los demás estados quienes intentaron mantener a Francia debilitada durante un largo periodo de relativa paz conocido como el Concierto de Europa. La misma Guerra de Crimea de mediados de ese siglo XIX tuvo la intención de evitar que la Rusia zarista se convirtiera en el país hegemónico del continente y que controlase la totalidad Mar Negro. Finalmente, la siempre temida y evitada unificación de Alemania fue sin duda el gran acontecimiento que derivó finalmente en el estallido de la Primera Guerra Mundial. Imaginando el hipotético ingreso de un país de las dimensiones de Rusia a la Unión Europea no podría pensarse en un escenario distinto que el de haberla convertido en el país hegemónico de Europa, el país que dictase la agenda política y económica del continente. Esa fue justamente la disyuntiva de los europeos tras la desintegración de la URSS, la de acercar a Rusia y convertirla en el país hegemónico del continente, o la de mantenerla alejada y debilitada, pero al mismo tiempo resentida y amenazante. Lo que tenemos ahora es justamente eso, una Rusia resentida, paranoica y revanchista, que en palabras de su propio presidente cree que la desintegración de la URSS fue una desgracia histórica, que quiere recuperar su grandeza imperial anterior y que ve a su tradicional esfera de influencia como un derecho histórico independientemente de que la gran mayoría de quienes viven ahí no son rusos.

A modo de apunte adicional: en 2014 no sentí este mismo rechazo hacia Rusia por la anexión de Crimea y su participación activa en el conflicto del Donbás porque ambas zonas eran y son principalmente rusófonas y creo firmemente en el principio de autodeterminación de los pueblos. La creación de fronteras artificiales en que identidades nacionales quedan atrapadas en países distintos no ha hecho más que traer dolores de cabeza y conflicto al mundo, ahí están los tristes ejemplos de los Sudetes checos antes de la Segunda Guerra Mundial, de los Balcanes en la década de los 90’s y de los países de Medio Oriente desde su descolonización hasta nuestros días. Sin embargo, la invasión total a Ucrania que estamos presenciando ahora es otra cosa, porque la identidad nacional de los ucranianos es distinta a la de los rusos, con todo y ese pasado que los une y los separa, y una invasión de estas características sobre un país soberano, con un idioma y cultura propias, es totalmente inaceptable y debería ser repudiada y castigada por el mundo entero. Ojalá esos tontos útiles que Rusia tiene en países como el nuestro y que continuamente denuestan el llamado “imperialismo occidental”, entiendan de una buena vez que el verdadero imperio siempre ha sido el ruso, país cuyo gobierno nos está arrastrando a un pasado que se pensaba superado, probando con sus acciones ser un peligro para la paz mundial.

Es realmente triste y a la vez aterrador pensar que la situación actual en el centro de Europa, el imparable ascenso de China y los esfuerzos que haga EUA por mantener su posición hegemónica, no presagien un siglo XXI más pacífico que el que fue el siglo XX. Si a todo esto sumamos la crisis del calentamiento global y las nuevas tecnologías militares que existen hoy en día, caray, no queda más que disfrutar el día a día como los peones que somos en este Gran Juego de poder del que podemos apenas ser espectadores y víctimas.

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