Celebrar un cumpleaños


28 años no son cualquier cosa, aunque un octagenario opine lo contrario y un niño me dé la razón. Por lo regular, tengo la costumbre de hacer un recuento de cómo se han pasado los últimos cumpleaños. Tengo la memoria fresquita sobre los últimos diez, lo cual ya es un lujo. De esos, el único que no celebré fue el de los 26. Quizás creí que traspasar la barrera del cuarto de siglo implicaba ya una nueva etapa, que esa juventud que tan divertida había sido llegaba a su fin, que era el momento de la madurez y que celebrar a la antigua, vaciando tarros de cerveza como si no hubiera un mañana y gozándola con los cuatachos, estaba ya de más. Casualmente, ese no fue el mejor año del que tenga memoria. Aprendí la lección y para los 27 armé una buena pachanga con mis cuates, parientes y alumn@s. Los 27 fueron muy buenos, uno de esos años que han sido todo un descubrir y un aprendizaje. Por supuesto, si los años, por más que sean, no dejan de traernos cosas nuevas y es esa la maravilla de vivir. Creer que nuestros planes deben regirse por los calendarios es absurdo; la vida es un instante y lo que ese instante nos trae. Festejar un año más de acuerdo al calendario es un acto conmemorativo que debe celebrar la vida y sus muchas bendiciones. Celebrar un año más con la certeza de que lo que viene será aún mejor. Este año toca estar en Corea del Sur, en mitad del campo, lejos de la gente que más quiero, pero con la oportunidad de pasarlo de forma diferente. De momento, la mañana de mi cumpleaños en Corea ha tenido la gentileza de regalarme el anuncio de lo que será el invierno.


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