El primer road-trip (y el mejor de todos), año 2004. - 1 -

El primer road trip (y el mejor de todos) ocurrió en el año 2004, con 19 tiernos años y con la mejor compañía: mi primo Pifas, alias Dany, y dos españolas; Ana, a la que había conocido en un voluntariado un año antes en el sur de Francia y su hermana Cristina, que por entonces tenía 25 años y que nos veía a los 3 como lo que éramos, unos jovenzuelos acelerados que no deseábamos más que divertirnos y que poco sabíamos de la vida (o quizás ya sabíamos demasiado, dadas la felicidad y la energía permanentes que manejábamos por aquellos ya lejanos años). 

La primera parada fue el AICM donde las recogimos. Nos hospedamos en casa de un muy querido tío que vive en "el Estado", cerca del lago de Guadalupe. Por la noche "mi tío" nos llevó a cenar unos deliciosos tacos callejeros y al día siguiente visitamos el Zócalo. Curioso que a falta de GPS también dimos un par de recorridos por Reforma (no sabía qué era Reforma ni su importancia) y por el Ángel de la Independencia (éste sí que me sonaba a algo) después de estar extraviados por al menos una hora dando vueltas por sólo sabe Dios dónde. El segundo día visitamos Teotihuacán y a la vuelta nos detuvo un tránsito por conducir en día de "hoy no circula". Fue duro para el espíritu, el anhelado viaje se convertía en algo "demasiado bueno para ser verdad", en palabras de mi primo Dany, porque el tamarindo amenazó con llevarse el auto en una grúa y tener que pagar $5000 pesos de multa, una verdadera fortuna que podría truncar nuestro viaje apenas al comienzo. Al final, el mexicano ignominioso que llevo dentro acertó a darle $500 pesos de mordida para que nos dejara ir. 

Antes de salir del DF le había dicho a mi primo que el verdadero viaje comenzaría apenas dejáramos de estar bajo la tutela de mi tío y durmiendo bajo su techo. Ciertamente, así fue: la primera noche en el hostal de Cholula, pueblecito famoso por estar en las orillas de Puebla, por su pirámide monumental oculta bajo una montaña y por la leyenda urbana de tener 365 iglesias, la más icónica de ellas sobre la mentada pirámide, trajo una borrachera brutal con unos hippies que no soltaron el porro de mota ni un instante en esa vieja casa adaptada para hostal de mochileros.

Tras Cholula estuvimos en el Puerto de Veracruz, donde bebimos el tradicional café lechero en el Gran Café de la Parroquia, echamos un par de monedas a los niños que se arrojan al mar desde el malecón, nos sorprendimos con las parejas de viejitos bailando danzón en el centro y gorreamos un concierto de Pablo Milanés (vive aún ese señor ¿?) en el centro del puerto, tirados sobre el fresco pasto viendo las estrellas y las nubes, a unos metros de la valla que nos dividía de quienes sí tenían para pagar su boleto. Esa noche dormimos en el auto, muertos de calor y sudorosos, porque éramos todos estudiantes (a excepción de Cristina que por entonces ya era directora de "cole" y tenía "un piso" en el centro de Toledo) y porque los hoteles más baratos que encontramos eran aquellos que rentaban "por hora", para sorpresa de las españolas, terminando todos irremediablemente por entender que se trataban más bien de sitios de mala muerte a los que se suele llevar prostitutas. 

Triste que por entonces no sabía de Tlacotalpan, en mi opinión el pueblecito más bonito de México, y que lo pasamos de largo en nuestro camino a Catemaco. El estado de Veracruz no es lo que era por entonces, ya que el crimen, el narcotráfico y el huachicol eran palabras que nos sonaban muy poco o que por entonces ni siquiera se utilizaban. Así ha cambiado el país y así hemos cambiado nosotros también con éste y con el paso de los años. La foto en la que aparecemos en este breve y nostálgico post mi primo Dany, la española Ana y yo merongas es justamente en un paraje camino a Catemaco. Buenos recuerdos los que trae esa fotografía, que decidimos tomarnos tras el hastío que supuso estar detenidos en mitad del verde veracruzano por al menos 2 horas debido a un accidente de tránsito kilómetros adelante. Además de la foto, recuerdo con una claridad de espanto que también colocamos unas toallas sobre el asfalto para tomar el sol en lo que el tráfico se recomponía (eran otros tiempos y éramos otros nosotros mismos, más desinhibidos y valemadristras, pero sobre todo más espontáneos, sin conocer o padecer aún el yugo de la responsabilidad y con 5,500 pesos de aquel tiempo en la bolsa, que fue justo lo que nos gastamos cada uno, mi primo y yo, en ese viaje de 30 días por el sur de México). 

En Catemaco nos hospedamos en un viejo hotelito de paredes enmohecidas. Eran días de feria y casi puedo revivir la sorpresa que eso causó en mis amigas de viaje, no solo por las similitudes entre las ferias españolas y las del trópico, sino por sus muchas diferencias (los vendedores de trastes y cobijas de tigre que parecen estar subastando o rematándolo todo con un altavoz fue sin duda lo más revelador para ellas). Por el día comimos saladitas con "tegogolos" (un caracol endémico del lago de Catemaco), visitamos algún paraje en la selva y supimos concluir esa primera semana de viaje siendo muy felices, subiendo y bajando las no muy abruptas cuestas del pueblo en esos días de fiesta y bebiendo caguamas en el pequeño balcón del hotel. Esa noche, por lo demás, Ana me pidió darle un masaje en la espalda, sentado a horcajadas sobre su tremendo "culo", y no pude conciliar del todo el sueño...

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